Eran las cuatro de la tarde. El silencio era casi
completo, no soplaba la más leve brisa. Únicamente un sutil entramado de
ruidos: terrones de tierra reseca rompiéndose bajo los zapatos, los ratones o
lagartijas escondiéndose a medida que ellos se acercaban. A mitad del pasillo
principal había una estatua que representaba a Cristo en ademán de alegre
bienvenida. La estatua era fea, desproporcionada (las piernas cortas, un torso
casi de boxeador, brazos largos, las manos grandes, un poncho gaucho al hombro)
y emanaba cierta desolación como esos personajes de Disney mal dibujados en las
calesitas de barrio. Con la pala en la mano siguió a su madre hasta la parte
más alejada del cementerio. Después de equivocarse un par de veces, la mujer se
detuvo frente a una pequeña tumba hundida y sin flores, señalada tan sólo por
una cruz de madera muy castigada por los años y la intemperie. En el centro de
la cruz había una chapa en forma estilizada de corazón, de color negro y con
una borrosa pero legible inscripción en blanco. Dejó la bolsa sobre el piso a
un costado.
—Acá es. Pasame la pala.
—Cómo vas a ponerte a cavar vos, te va a hacer mal.
No pudo evitar un escalofrío cuando leyó, pintado
en el corazón de lata: “Daniel Molina 2-12-1972/10-4-1973”. Miró a su madre.
Ella miraba el suelo hundido.
—Pobrecito, todos estos años bajo este sol
tremendo.
(Carlos Busqued, Bajo este sol tremendo, pgs. 72-73, 2009)