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José Emilio Pacheco despide al poeta Juan Gelman

El dieciochazo

 Por William Puente

“A las cinco de la tarde.
Eran las cinco en punto de la tarde.
Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde…”

 
   Era el lunes 9 de julio de 1973 y, desde los micrófonos de la Radio Sarandí, Ruben Castillo recitaba y volvía a recitar el “Llanto por Ignacio Sánchez Mejias” de García Lorca. Todos los uruguayos veteranos lo recuerdan, porque si no lo escucharon se lo contaron. Era una convocatoria. Una consigna. Doce días antes, en la madrugada del 27 de junio, Bordaberry había firmado aquel decreto de disolución de las Cámaras legislativas, iniciando una política funcional a los mandos militares. Esa misma madrugada, la conducción de la Convención Nacional de Trabajadores (CNT) se reunió clandestinamente en la sede de la Federación de Obreros de la Industria del Vidrio y lanzó la huelga general y la ocupación de los lugares de trabajo para resistir al golpe de Estado.

Ya luchan la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.
Y un muslo con un asta desolada
a las cinco de la tarde.


   
   En la mañana del 27 de junio de aquel frío invierno, Montevideo quedó en silencio como si todo se hubiera apagado. El transporte público no circulaba, las calles sólo eran cruzadas por vehículos militares, las fábricas y los talleres ya habían sido ocupados por los obreros del primer turno y también las oficinas públicas. Se habían paralizado las curtiembres de Nuevo París, los frigoríficos del Cerro, la destilería de Ancap en La Teja, los hospitales, la cervecería del Reducto, las instalaciones de Paycueros y Paylana en Paysandú, las textiles de Juan Lacaze y de Colonia, las facas en los cañaverales de Bella Unión. La FEUU ocupó las facultades. Los trenes no se movieron. El paisito entero se detuvo. Las empresas difundieron comunicados por las radios advirtiendo que los trabajadores que se negaran a cumplir tareas serían despedidos sin indemnización. El ejército desalojó numerosas fábricas, pero los asalariados volvían a ocuparlas, empecinadamente. Las familias respaldaban a los huelguistas desde la calle, llevando alimentos y mensajes o cumpliendo otras tareas. Carteles y pintadas con la leyenda “abajo la dictadura” aparecieron en las paredes de la ciudad y se leían en las fachadas de las fábricas.

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